Estoy haciendo limpieza en el disco duro del ordenador, mira que acumulamos carpetas, archivos y toda clase de documentos. Entre esos documentos ha aparecido este relato, del cual ya ni me acordaba, y que quiero compartir con vosotros. Es un relato muy especial que me ha hecho recapacitar nuevamente de como vivimos y de como pueden vivir otras personas en el mundo. No puedo poner la autoría del mismo ya que no la sé, tenía el relato copiado en un word, lo siento, espero que quien lo escribiera me perdone. Es un poco largo pero merece la pena.
Hace unos días conocí a don Mauro.
Fue un anochecer, en la puerta de la casa de mis hijos. La tarde había muerto y estaba oscuro, pero aún no se prendían las luces de la calle. Confieso que mi primer contacto con el hombre fue de desconfianza pues en aquel mismo lugar, el día anterior, había sido asaltada mi ex esposa por un individuo que se acercó con toda frialdad, como a pedir una dirección o algo así. El hecho es que un extraño, con un viejo maletín de deportes colgado al hombro, se
acercó a la puerta hasta que estuvo a menos de un metro del número de la casa, como asegurándose que efectivamente era la que buscaba. Finalmente, tocó el timbre.
Yo llegaba en ese momento así que me acerqué a la defensiva a preguntarle qué quería. Al tenerlo a escasos dos metros me encontré con un hombre que probablemente bordeaba los setenta y cinco años que sujetaba con los labios sus gruesos anteojos, de un modelo que debe haber sido diseñado por la década del 70.
Mal trajeado; cabello abundante y entrecano; de piel cobriza, cuarteada más que arrugada; levemente encorvado; la dentadura incompleta. Tenía el aspecto de un hombre humilde que llevaba una vida de mucho sufrimiento material y que con toda seguridad había trabajado muy duro, quizá en el campo. Todo este conjunto, sin embargo, le daba un aire de cierta solemnidad.
– Busco a la familia Quiroga- dijo muy bajito. La voz de esta primera respuesta confirmó mi impresión sobre su edad: era muy queda, salía con algún esfuerzo de su garganta, pero tenía la dulzura de la voz de un anciano y su entonación era, sin lugar a dudas, la de un hombre
del ande.
– ¿De parte de quién?- contesté mecánicamente ante el desconocido.
Mientras hacía esta pregunta, el anciano abrió el viejo maletín y sacó primero una libreta de notas, no sé si más antigua que el maletín, los anteojos o él mismo. Se puso a buscar entre las hojas llenas de recortes, pequeños papeles sueltos y anotaciones hechas con
una letra grande y tosca, hasta que encontró lo que quería.
– La niña Valeria me dio esta dirección. Soy el fotógrafo de su Colegio, Mauro Chuquiccanta.
La sonrisa con que devolvió mi hosquedad me bajó la guardia y esta respuesta terminó por eliminar en mi cualquier rezago de desconfianza. Después reparé que si hubiera sido verdaderamente un delincuente, la mención de la fotografía habría sido una eficaz forma
de burlar mis rutinas de seguridad, si alguna vez las hubiera tenido.
Estoy seguro que el viejo se percató del cambio en mi actitud hacia él, pues de inmediato se acomodó las gafas en el lugar que le corresponden, relajó su postura y se preparó a sacar de su maletín un pequeño álbum de fotos. Lo tomó entre sus manos y lo acercó hacia mi.
– Vea aquí, señor. Entre las fotos debe haber una de la niña.
Esta es una práctica común de fotógrafos que podríamos llamar independientes. Se las agencian para ingresar a eventos escolares, toman algunas fotos, piden direcciones y venden de casa en casa el producto de su trabajo. Por el alto riesgo de que les compren pocas fotos, es usual que cobren por unidad un precio algo más alto que aquellos que son contratados específicamente. Además, el hecho de trasladarse por distintos barrios de Lima buscando las direcciones que las niñas o los padres les han dado apuradamente, encarece aún más sus fotos y hace de su venta una verdadera peripecia.
Confieso que no soy de aquellos padres que suelen comprar las fotos que han sido tomadas de este modo. Primero porque suelo yo mismo tomar las fotos de las actividades escolares más importantes en que participan mis hijos. En segundo lugar, porque la deformación de ser aficionado a la fotografía, muchas veces presuntuoso, que no presumido (dicho esto en mi propia defensa), a veces me lleva a criticar las fotos de esta sufrida estirpe de fotógrafos sociales. Sin embargo, algunas de las actividades escolares se realizan en
horas de clase (y de trabajo) y no están abiertas a la asistencia de los padres: es allí cuando fotógrafos como el anciano se las agencian para ingresar y hacer las tomas que luego tratan de vender a los padres que no pudieron estar presentes.
Tomó con su mano derecha el modesto álbum de fotos, pequeño y bastante maltratado, y lo extendió hacia mi. Al recibirlo me llevé la primera sorpresa de este fortuito encuentro: le faltaba gran parte del pulgar y todo el dedo índice.
Mi sorpresa fue tan evidente, que el hombre se apresuró sonriente a darme una explicación que yo no habría pedido, simplemente por delicadeza.
– Yo era ebanista en mi pueblo, y varios accidentes he tenido con la sierra.
Rápidamente volvió a ponerse el maletín en el hombro y me mostró ambas manos. En la izquierda tampoco tenía pulgar.
Su actitud tan espontánea ante esta situación no dejaba de ser sorprendente para mi, pero alcancé a esbozar una sonrisa. Decidí corresponder a su naturalidad.
– ¿Y cómo sostiene la cámara y toma las fotos?.
Sin el dedo que se utiliza para el disparador, con un pequeño muñón en lugar del pulgar derecho que debe servir para sostener el cuerpo de la máquina y sin el pulgar izquierdo, con el que debía girarse el aro de enfoque, no comprendía de qué manera podría ejercer su oficio, y menos hacerlo con la agilidad que se supone debe tener para captar instantáneas en actividades escolares.
El anciano no pareció incomodarse con la pregunta. Por el contrario, volvió a buscar en el interior de su maletín y sacó una vieja Minolta de la serie SR (no recuerdo el modelo). De cuerpo robusto, pesado diría yo, tenía los mandos, botones y palanquitas elementales para un control absolutamente manual del artefacto. Su lente era original, creo que de 55 mm., f:2.8 y 49mm de diámetro. Todas las partes que se esperaba fueran cromadas estaban desgastadas y revelaban un color bronce, especialmente en las zonas de encaje del flash, en las esquinas cerca del disparador y la palanca de arrastre de la película, y en la otra esquina, donde estaba la manivela para el rebobinado. Las partes que debían ser negras estaban golpeadas y parchadas. Pese a la antigüedad del instrumento y a las huellas que
delataban la intensidad de los servicios brindados, la máquina se encontraba operativa.
Casi como un prestidigitador y con una amplia sonrisa que dejaba al descubierto los enormes espacios sin dentadura de su boca, don Mauro asió firmemente la cámara y la colocó entre el muñón del dedo pulgar y el dedo anular de su mano derecha, fijando el mayor o dedo medio en la posición del disparador. Por su lado, la mano izquierda se acomodaba para que dedo índice, levemente arqueado, se posara en la parte superior del lente mientras el dedo mayor, rígido y recto, servía de apoyo a la maniobra de girar el aro de enfoque.
Y mientras sostenía y manipulaba la cámara con destreza, fingiendo disparar en todas direcciones (ciertamente la máquina no estaba cargada con película) fluyó la conversación. Había nacido y se había criado en un pueblo de la serranía peruana, cercano al Callejón de
Huaylas, a 3,400 metros sobre el nivel del mar, zona de hermosos paisajes naturales, valles verdes y cumbres coronadas de nieves perpetuas, con gran cantidad de lagunas producidas por el deshielo de los glaciares y un cielo generalmente añil. Dedicado al pastoreo desde niño, terminó trabajando, y por varios años, en una carpintería que suministraba muebles no solo a su aldea sino a varias poblaciones vecinas. Fue allí donde perdió los dedos.
La segunda sorpresa, tan grande como la primera, vino enseguida: el anciano era tuerto. No tuve ningún mérito en este descubrimiento. Él mismo me lo dijo, casi confidente, casi socarrón.
Él decía que fue un accidente de trabajo cuando ya era fotógrafo y cubría un paro minero para un pequeño periódico de su alejada provincia. Su relación con sus hermanos mineros le permitió trabajar desde dentro del piquete de huelguistas que con sus familias y unas
pocas pertenencias bloqueaban el camino de acceso al campamento, cuando llegó el ejército. Rápidamente se inició la carga contra los mineros. Dirigió su cámara hacia la tropa cuando empezó el fuego. Los hechos se sucedían muy rápido y él trataba de recogerlos para un posterior testimonio. No recuerda cómo se encontró súbitamente en el suelo, sujetado del cuello de su sacón de lana por un soldado mientras otros dos le golpeaban las piernas. En la confusión y mientras era zamarreado, la cámara que colgaba de su cuello sujeta de una correa artesanal tejida por su madre le golpeó la cara y le produjo una profunda herida en el ojo, el mismo ojo derecho que le servía para seguir, a través del visor, las escenas que iba a fotografiar. El impacto causó un desprendimiento de la retina que no pudo ser debidamente atendido en su alejado pueblo. A los pocos días fue dado de alta, tenía una fractura en la tibia de la pierna izquierda y había perdido el ojo. Algunos meses después únicamente le pudieron colocar una tosca prótesis de vidrio con la que vivió varios años. Al no haber sido hecha a su medida sino más pequeña, el párpado se le fue hundiendo. La cámara que le causó la lesión era la misma Minolta SR que hoy lo acompañaba.
– Mire señor, aquí, con la palanca del arrastre de la película, con esto me di en el ojo- me mostró orgulloso.
Con la decisión de quien sabe perfectamente lo que tiene que decir o hacer de inmediato, mientras terminaba de contarme esta historia hurgó con su mano izquierda debajo de su abrigo y sacó, orgulloso, un objeto que pendía de una humilde cadena: era su primer ojo de vidrio. Cuando pudo reemplazarlo hizo que lo engastaran para poder colgarlo de su cuello, junto con su máquina.
Yo observé detenidamente el objeto convertido en un dije y levanté la mirada buscando detrás de sus gafas. Don Mauro se sacó los anteojos y sin perder la sonrisa que mostraba más huecos que dientes, levantó la ceja y el párpado derechos lo más que pudo, para mostrarme su actual ojo. Con un fondo que alguna vez fue blanco se perfilaba el iris, opaco y de un solo color, con una pupila toscamente dibujada en el centro. El color de su iris artificial alguna vez había reproducido el color de su iris natural, pero el paso de los años y una incipiente catarata había decolorado el segundo, al extremo que ya no se apreciaba semejanza, si alguna vez la tuvo.
Sin embargo, más que el ojo de vidrio me impactó profundamente su mirada. El conjunto de un viejo ojo natural y uno de vidrio no producía la sensación de alguien incompleto, como lo he visto en otros ancianos. Por el contrario, la alegría y picardía que irradiaba su mirada monocular le daba un carácter muy especial. Por un momento recordé quizá a un personaje de “La Isla del Tesoro”, o a Cámac, entrañable personaje de “El Sexto”, de José María Gruedas, novelista peruano de corriente indigenista.
Perder el empleo de fotógrafo a causa de sus limitaciones físicas no lo afectó tanto como el hecho de que, a los pocos días de ser despedido, el gobierno accediera a la presión de la transnacional minera y cerrara el periódico provinciano a causa de su identificación con la lucha de los trabajadores. Sin trabajo, decidió venir a la ciudad con su mujer, sus seis pequeños hijos y su Minolta. Fue uno de los cientos de miles de emigrantes que se trasladaron a Lima a inicios de los 70 y que iniciaron la explosión demográfica y urbana que es hoy en día la caótica capital del Perú.
El personaje tenía muchas más historias para contar, pero así como ustedes en este omento de la lectura, aquel día yo no tenía mucho más tiempo para ello, así que preferí preguntarle sobre su actividad fotográfica, qué película usaba, dónde revelaba, si trabajaba blanco y negro, si tenía laboratorio.
Con estas preguntas don Mauro se dio cuenta que su interlocutor algo sabía de fotografía y su actitud cambió. Mientras le preguntaba, yo mismo le comentaba de mi Canon EOS 3000 y mis lentes, que a veces uso la Mamiya C330, de mi ampliadora, del D-76 y la Tri-X y de la
fotografía digital y de tantas otras cosas. A medida que veía apagarse la picardía de su mirada pensé que estaba quedando ante él como un perfecto y estúpido presumido.
– Mire mis fotos, señor- me dijo. Yo no soy un profesional ni un artista. Yo solo tengo esta maquinita, mi lamparita del flash y nada más, señor. Yo compro los rollos que más baratitos encuentro y los llevo a revelar donde un compadre mío que me cobra casi el costo, señor. La verdad que no tengo una preferencia. A veces me compro dos o tres rollitos de 24 o de 36 y los tengo que hacer durar todo el fin de semana. Voy a los colegios, a los parques, o a las iglesias. Para los bautizos ¿sabe? El lunes los revela mi compadre y empiezo a caminar buscando las casas de los niñitos. Esas cosas de computadora yo no las entiendo. Mi hijito el menor si sabe de computadoras pero yo no, señor.
Don Mauro hablaba con esa dulzura en la voz que era acentuada por su entonación de hombre andino. Hablaba casi como cantando, pero siempre bajito. La costumbre del serrano de referirse con diminutivos a las cosas que les son afectas intensificaba la sensación de hondura y de emoción de su explicación.
– Yo he crecido en el campo, con los borreguitos y en el río donde metía mis pies en el agua heladita y cuando me he venido para Lima varios años han pasado en que no he tenido ni luz. Ahorita mismo casi ni agua tenemos en mi zona, camiones van y nos venden el agua. No he
entrado nunca al laboratorio y no sé sacar fotos de blanco y negro, señor. ¿Cómo voy a comprar así computadora? ¿Con qué máquina voy a sacar fotos de computadora, señor? ¿Dónde voy a trabajar con ella? ¿Y quién me va a comprar las fotos, quién va a ir a mi casa para que yo le muestre las fotos? No señor, no es nadita práctico. Muy caro. Muy complicado. Me gustan los niños y es fácil sacarles foto. Eso sí prefiero.
Mientras lo escuchaba no podía dejar de mirarlo al ojo sano, el cual no había vuelto a esconder tras sus anteojos. Ya no tenía el brillo inicial, pero era una mirada lúcida, transparente Aprovechando una pausa, abrí el pequeño y rotoso álbum y revisé sus fotos.
Todas las fotos eran de niños: en sus colegios, en actuaciones, en el parque, con sus padres, con una mascota o trepados en un carrito de bomberos o en un avioncito de combate. Eran niños de todas las razas y de muy diversos niveles sociales y en casi todos los casos los
niños estaban mirando la cámara. Todas las fotos eran 9 X 12, acabado brillante y no había en ellas saturación de color. Por el contrario, casi todas estaban bastante pálidas (debía ser por eso que el compadre le cobraba barato por el revelado). Los retratos hechos en
un acercamiento no favorecían a los modelos por el tipo de lente utilizado y por un excesivo baño de flash, y las fotos panorámicas no eran un ejemplo en encuadre, aunque no había horizontes ni verticales inclinados. Casi en ningún caso la iluminación no era buena.
Pero había algo muy especial en todas las fotos, algo que no se conseguiría con el mejor equipo, con la más depurada técnica. Había comunicación. No sé explicarlo, pero en todos los casos los niños habían establecido algún tipo de contacto con el fotógrafo y le
regalaban su más incondicional naturalidad.
Sé que es usual que los niños sean espontáneos, aún frente a una cámara de fotos. Pero el nexo que había entre esta multitud heterogénea de niños y el fotógrafo era muy especial. Había una complicidad, una confianza, una intimidad que daba una extraordinaria riqueza a las fotos.
No todos los niños sonreían, a veces estaban muy serios en alguna actuación escolar; tampoco estaban siempre solos, pues en muchas de las fotos les acompañaban sus padres o un severo maestro. Pero solo ellos tenían esa aura especial, ese brillo en la mirada, esa frescura y autenticidad.
Y no era solo por los niños que las fotos alcanzaran tal grado de sensibilidad. Era el fotógrafo que con pocas palabras y la mirada de su único ojo había conquistado a sus modelos.
Más tarde mi hija me lo confirmó: cuando el anciano llegaba al Colegio las trataba muy bien y era uno de los que más fotos tomaba, porque algunos otros fotógrafos que también se las ingeniaban para ingresar no tenían el carisma de este personaje. La mayoría de las
niñas lo buscaban para una foto o posaban especialmente para él pese a que había otros. Y los demás fotógrafos, por lo general más jóvenes, no podían sino rendirse ante este viejo que con su peculiar y desvencijada sonrisa y su mirada única sabía hacerlos de lado para
monopolizar a las pequeñas modelos. Ni los más agresivos con las más modernas cámaras y grandes flashes podían desplazar a este personaje.
Cuando terminé de revisar por primera vez el álbum le pregunté si no había traído otro, para ver más fotos.
– ¿Qué pasó, señor? ¿No está su hijita? – noté que se preocupó.
– No es eso, don Mauro. Quería ver algunas fotos más.
– No señor, perdóneme, no es que no haya traído, este el único que tengo.- Su respuesta contenía un lamento y una disculpa.
– No tiene porque disculparse- le dije mientras volvía a revisar el álbum.
Una segunda y una tercera revisión me permitieron escoger dos fotos. Las saqué del álbum y le pregunté cuánto era. Me dio el precio y confirmé que, efectivamente, cada una era uno o dos Soles más caras que lo que solían cobrar otros fotógrafos. No obstante, le pagué el
precio que me pidió.
Había pasado más de una hora y desde la ventana de la casa, mis hijas, en especial Valeria, quien le dió la dirección, esperaba ansiosa por ver qué tal había salido en las fotos.
Don Mauro guardó el álbum y la Minolta en el viejo maletín, se calzó las gafas y, después de darme la mano y despedirse con un sencillo “gracias”, se puso a andar en dirección a la avenida. La sensación física de estrechar su vieja mano que por la falta del pulgar no podía corresponder el apretón, completó la inolvidable experiencia de aquella última hora y media.
Los faroles del parque sumaban su brillo a las luces de la calle, prendidas hacía ya buen rato. Ello me permitió observarlo de lejos. Su andar era coherente con su aspecto: de paso lento, casi arrastraba los pies. Pese a que seguía encorvado trataba de mantener la cabeza erguida, mirando de frente. Esporádicamente bajaba la vista inclinando levemente la cabeza para no tropezar con algún obstáculo que la falta de visión binocular le impidiera detectar a tiempo. Era un anciano venerable, un personaje de una increíble riqueza humana
Cuando subí, Valeria prácticamente me arrancó de las manos las dos fotos que había comprado.
– ¡Papi! ¡Pero si ninguna de estas niñas soy yo!
– Ya lo sé, princesa.
– ¿Entonces por qué has comprado estas dos fotos?
– No había ninguna foto tuya en el álbum- le dije. Pero ese señor hizo un gran esfuerzo por venir hasta aquí y me gustó mucho su trabajo. A su modo, es un verdadero artista.
No creo que mi hija haya entendido a qué me refería.
Lima, agosto de 2001
José Luis Quiroga B